viernes, 5 de octubre de 2007

El cielo del pasado




Malabia, Costa Rica, Armenia y Nicaragua: chicharras inverosímiles en medio de una furia de diseño y dinero.
Fumo, me caliento al sol. La fuente de la plaza está seca. Está cercada, además. Un viejo toca el cerco con las manos: hierro dulce, para armar encofrados. La fuente está cercada, y está seca. El viejo se sienta a la sombra, en el extremo opuesto de mi rumbo en la rosa de los vientos. Campera beige, pantalones marrones de antes, anteojos delante de la mirada lenta. Las manos caídas, colgando de los brazos apoyados sobre las piernas. Se quita los anteojos, se seca los ojos con un pañuelo. Lágrimas de viejo.
La fuente parece un cementerio. Treinta monstruos de dos patas boquean al sol sin siquiera escupir para arriba. A mi lado, ligeramente al sureste, una vieja se sienta, se arremanga los pantalones y se pone crema en las piernas viejas. Recibe el sol con los ojos cerrados. Yo constato que respira.
Al frente, en el oeste franco, el viejo ya no está solo: una vieja se ha sentado cerca, hacia el sur. Han comenzado a hablar y ella ha ido acercándose hasta sentarse a su lado. Hablan sin parar, ella se acerca al oído de él, no se miran. Ella se para, le palmea el hombro y se aleja caminando. El viejo se queda solo unos minutos, la mirada hacia el suelo. Se para, acomoda sus cosas, avanza dos o tres pasos hacia el oeste y vuelve a sentarse. Es un trabajo, sentarse. A veces mira el mundo. Incluso me ve, escribiendo de este lado, al este de la plaza. Después algo es más fuerte que el mundo y apoya otra vez los ojos en el suelo. El cielo del pasado.
Pasa media hora. El viejo sigue ahí, somos ocho en esta esquina de la plaza, Armenia y Costa Rica. Estamos solos acá y ahora.
Me pongo las zapatillas, me levanto y salgo a caminar. Pero simplemente bordeo la fuente y voy a sentarme al lado del viejo, buenas tardes. Estamos a la sombra, al oeste de antes. Entonces el viejo, casi automáticamente, se levanta, recoge la revista sobre la que estaba sentado, toma el bastón. Mira en dos direcciones. Me esquiva sin mirarme, le pregunta la hora a una mujer que estaba más al sur que yo. Cuatro menos cinco, responde agria la mujer. El viejo se acerca y hace campana con la mano sobre el oído derecho. Cuatro menos cinco, cinco para las cuatro, ladra la mujer. El viejo comienza a arrastrar los pies, medias azul marino brillante, alpargatas de cáñamo. Rodea la plaza, desde el oeste hacia el sur, el este, el norte. Enfila hacia el noreste por un camino de palos borrachos en flor, palmeras, una bandera argentina sucia.
Necesito comer, necesito beber. Camino, compro un jabón de magnolia para ella, un balero antiguo de madera para mi hija. Me siento en un bar brasilero. Me Leva Brasil, sobre Costa Rica, apenas pasando Malabia desde la plaza. Croquetas de peixe, licuado de manga. Escribo y cada vez que levanto los ojos hasta la ventana, una mujer me lleva con ella. Todas caminan para allá, hacia el sur, y como mi silla apunta al mismo rumbo nunca puedo verles la cara. Desde esta posición están muy bien, diría el cantante.
Salgo, leo un pequeño cartel escrito en el frente del bar: Tu ángel te está buscando, encontralo. Pienso en ella, no sé si buscarla o encontrarla. Camino, encuentro de todo menos a mi ángel. Encuentro, primero, un libro para ella. Después Wasabi, para mí. En Honduras y Gurruchaga, unos graffitis que los dueños de los negocios no han borrado: Fuera artesanos. Al lado de uno alguien se opone: Hijos de puta.
Llego a la placita Cortázar, que para mí fue siempre la placita de Serrano. Piso una madera. Una tabla blanca, de un metro por veinticinco. En letras grandes, con fibra azul, o verde, se lee limpiamente: CASANDRA. Mi mano tiembla.
Camino por no parar. Demoro la culpa o el compromiso o la molestia. Hablo por teléfono y por Internet. Vuelvo al bar brasilero, suco de guayaba, bolinhos de bacalhau. ¿Cómo hago hoy para llamarla? ¿Cómo hago hoy para no llamarla? ¿Cómo hago si no la llamo?
Buceo en folletos y guías, camino alrededor de mí buscando un bar, Anarquistas Italianos, que hace uno o dos años estaba en nosequé y nosequé, Vera, Córdoba, Corrientes. Me hundo en el mapa, nervioso; la música tiene un saxo muy cercano a Mike Phillips que me devuelve a Montreal como un castigo. Lulú Santos, dice el mozo, y yo desconfío.
Es el miedo escondiendo ratas en mi espalda. Va y viene de mi cuerpo con alivios y con anclas. Ella pasa por la ventana. Ella son dos. Son tres. No, son más. Ella es más.
Estoy solo en Buenos Aires, rodeadocercado de amigos y de mí. Ellos y yo no van a atraparme. Palermo es Coyoacán, La Bodeguita del Medio. Santa Tereza. La caipirinha es un mojito. Aguardiente. El cuerpo grita, la mano tiembla. El cuerpo grita: pies, espalda, cabeza, mano derecha, estómago. Sé cómo, y no sé cómo.
Entra un ángel, tal vez el que anuncia el cartelito de la entrada. Entra el ángel, me vende dos collares, uno para mi hija (un pez, con cordón verde, verde esperanza, dice el ángel), otro para ella. Estoy embriagado, cansado, aterrorizado. Estoy acá y ahora. Escribo en mi libreta de cordel amarillo hasta el medio del viaje. Viajo hacia la duda, y sé que voy a volver allí. Aunque vuelva, aunque todo lo que vendrá.
No es el alma la que vuelve al cuerpo: el cuerpo vuelve a mi cabeza; el cuerpo, que apenas me ha traído desde la plaza, como un caballo al jinete ebrio, como un perro hasta su casa.
Se va el ángel, cuando viene parece ella pero cuando se va también. El peixe frito es enorme y es besugo. La mandioca asienta la caipirinha, que arde. Mi ángel me está buscando. Mientras miro por la ventana, tal vez, esté escondida. Tal vez. Pido la cuenta, voy a irme. Mi ángel sigue escondida, quién sabe si me está buscando, quién sabe si la encontraré.
Quién sabe.
Pago, salgo a caminar.

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